Defendamos el avance
* Artículo de opinión de Jan Jarab, Representante en México del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, publicado el 25 de agosto de 2017 en el periódico Reforma
Era la primera cárcel que visité, poco después de mi llegada, en junio 2016. Los niveles de hacinamiento eran altísimos. Procesados con sentenciados. Los procesados se me acercaron, hablaron de los dos, tres, cinco… años que llevaban esperando juicio.
Parecería que esto importa poco para un gran sector del público fuera de los muros de la cárcel. Lo que importa es que “los delincuentes ya están recluidos”. El elemento clave es la detención, no la sentencia. El verdadero castigo es la prisión preventiva.
Así funcionó por mucho tiempo el anterior sistema de justicia penal en México. De hecho, así sigue funcionando para las personas cuyos procesos empezaron antes del cambio.
No se trata sólo del uso excesivo de la prisión preventiva. De hecho, muchas personas detenidas permanecieron – y permanecen – en prisión preventiva aunque la única “prueba” en contra ellas sea la confesión obtenida bajo tortura. Por ejemplo, el día 21 de agosto, un tribunal dictó sentencia absolutoria en favor de una mujer que fue detenida en 2012, sin orden de aprehensión, y torturada sexualmente para que confesara un crimen que no cometió. ¡Cuatro años en prisión preventiva, inocente y torturada!
La Encuesta Nacional de Población Privada de la Libertad, publicada por el INEGI, nos dice que casi la mitad de las personas en prisión preventiva lleva más de dos años esperando sentencia, que al menos un tercio de las personas encarceladas fue objeto de alguna técnica de tortura y sólo 13% fue detenido por una orden de aprehensión.
Por estas razones –y muchas más–, la transición hacia el nuevo sistema de justicia penal acusatorio ha sido una muy buena noticia. Aunque no puede eliminar algunas prácticas nocivas, por lo menos desincentiva los abusos cometidos en el procedimiento penal.
La mala noticia es que a un año de la plena entrada en vigor del sistema acusatorio, surgen embestidas en su contra, señalándole como causa del aumento de la violencia por haber reducido el uso de la prisión preventiva. Surgen propuestas de contrarreforma que podría debilitar su carácter garantista.
Claro que el nuevo sistema ha presentado algunos problemas iniciales – esto ha ocurrido también en otros países en los que se ha dado esta transición. Pero también es claro que su principal “debilidad” es herencia del sistema anterior: el déficit en las investigaciones, que ya no se pueden enmascarar tan fácilmente en el nuevo sistema a través de prácticas ilícitas.
Los altos índices de violencia son un problema real. Sí se necesita una discusión pública y honesta sobre el modelo de política de seguridad. Pero no hay que echar la culpa al nuevo sistema de justicia penal – diría yo, ¡hay que respetar también su presunción de inocencia! De hecho, según un reciente estudio de CIDAC, no hay correlación entre los índices de violencia y el porcentaje de la población en prisión preventiva. El 21 agosto en el Senado, algunas voces admitieron que no hay ninguna evidencia del vínculo entre los niveles de violencia y el nuevo sistema. Pero al mismo tiempo se anuncia que incluso así van hacer “ajustes”. Por ejemplo, la ampliación de la lista de delitos que conllevan prisión preventiva oficiosa y la reintroducción de elementos del sistema anterior.
No sólo la premisa es falsa, también las “soluciones”. La prisión preventiva tiene su rol, pero debe ser una medida cautelar individualizada cuando hay elementos objetivos para creer que el procesado podría huir, intimidar o influir en testigos, o cometer otros delitos. Para que un juez pueda dictar la prisión preventiva no se necesita una lista que implique su uso automático – muchos países avanzados no la tienen. Su existencia en México ya es un problema. Ampliarla aún más sería una muestra de populismo penal. Además, ayudaría a la continuación de prácticas ilícitas, como la fabricación de delitos.
Tenemos que defender al sistema de justicia penal acusatorio. Su adopción ha sido uno de los principales logros del Estado mexicano en los últimos años en términos de la construcción de un Estado de derecho moderno. Mantenemos nuestra firme convicción de que no se necesita – ¡y no se debe! – dar ni un paso atrás.