Las obligaciones del Estado en materia de tortura
Conferencia de Jan Jarab para la sesión “La Prevención de la Tortura en México” del Seminario “La construcción de políticas públicas bajo e enfoque de los principios constitucionales de derechos humanos”, Secretaria de Gobernación
Muy buenos días a todas y todos,
Antes que nada, quisiera agradecer la invitación a la Oficina del Alto Comisionado para este evento importante, el compromiso de Subsecretario Roberto Campa – reflejado en su discurso, y la cooperación de varios de Ustedes en la preparación de la Ley General contra la Tortura. En particular, quisiera agradecer a la Senadora Angélica de la Peña su gran compromiso en este asunto. Aprovechando la presencia de la Subprocuradora Sara Irene Herrerías, quisiera destacar sobre todo la muy constructiva cooperación que se logró entre la Oficina y la Procuraduría General de la Republica en la redacción del texto – una redacción que resultó, a mi consideración, en una situación de “ganar-ganar”. Si bien la procuración de justicia sigue siendo uno de los principales retos en esta materia y en otros temas de derechos humanos en México, la muy constructiva participación de los colegas de la PGR en la redacción de esta ley potencialmente transformadora debe ser resaltada.
Escrutinio internacional y las características de la tortura
Es probable que ningún otro tema haya sido más blanco del escrutinio internacional en materia de derechos humanos que la tortura. México ha ratificado tanto la convención de Naciones Unidas sobre la materia, como la convención correlativa del Sistema Interamericano. Desde finales de la década de los ochentas, México ha sido objeto de seis revisiones por parte del Comité contra la Tortura de las Naciones Unidas y ha recibido dos visitas oficiales de la Relatoría Especial sobre la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, así como dos visitas oficiales del Subcomité para la Prevención de la Tortura.
De igual forma, el tema de la tortura ha sido objeto de los informes que otros organismos internacionales han presentado como producto de visitas con agendas amplias a este país; como ejemplo, el importante espacio que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos dio al tema de tortura en su último informe de visita de 2016. El tema también tiene una presencia destacada en las revisiones que ha hecho a México el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas y el Consejo de Derechos Humanos, en el marco del Examen Periódico Universal.
Asimismo, la tortura ha sido el tema más presente en los procedimientos contenciosos llevados contra el Estado mexicano. Cuatro de las siete sentencias de fondo emitidas por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en contra de México tienen a la tortura como violación protagonista. La Comisión Interamericana ha emitido informes de fondo sobre casos paradigmáticos de tortura en México. Y la primera resolución contenciosa en contra de México ante un comité de tratados de las Naciones Unidas fue emitida por el Comité contra la Tortura.
En resumen, México lleva ya décadas de haber asumido el compromiso ante la comunidad internacional de erradicar la tortura y lleva ya aproximadamente veinte años siendo objeto de un escrutinio internacional intenso en la materia, habiéndole sido formuladas más de doscientas recomendaciones sobre tortura por parte de los diversos organismos dedicados a éste escrutinio.
A pesar de todo lo anterior, la tortura persiste en México. ¿Por qué?
Como dice el profesor Miguel Sarre, la tortura es invisible, indecible e impunible. Por un lado, es invisible porque acontece en instalaciones no oficiales, cuarteles inaccesibles, terrenos baldíos; en infinidad de lugares recónditos en los que nadie la constata, sólo los perpetradores y las víctimas. Pero también es invisible porque no se le quiere ver; porque se niega su existencia repetidamente.
Es indecible porque las víctimas sufren un daño tal, que les impide denunciar la tortura por temor a sus agresores y también a posteriores daños a su integridad o la de sus familiares; porque quienes se atreven a denunciar muchas veces son desacreditados y señalados como delincuentes; y porque la voz de las víctimas la mayoría de las veces no trasciende al espacio público, sino que queda recluida en los confines de un expediente. Pero es indecible también porque quienes se atreven a señalarla, a advertir sobre su existencia, se convierten en enemigos públicos, enemigos del “buen ciudadano” y de la reputación del país.
Y como resultado de lo anterior, la tortura es impunible, principalmente porque es ininvestigable. Esto se debe a múltiples factores, pero baste notar la marca casi perfecta de impunidad en materia de tortura, para constatar la gravedad de este problema. Y regresan las viejas preguntas: ¿es falta de capacidad o de voluntad?, ¿Qué se necesita para llevar a cabo una investigación eficaz de la tortura?, ¿Qué se necesita hacer para brindar verdad, justicia y reparación a las víctimas? Se han brindado muchas respuestas, pero lo que más se necesita es un compromiso firme y serio para combatir este flagelo.
Obligaciones y obstáculos
En este sentido, quisiera conducir la exposición de las obligaciones internacionales en materia de tortura bajo el tamiz referido. Estas obligaciones comprenden:
- deber de respeto, como la abstención que constituye la obligación primordial que tiene el Estado en materia de tortura;
- el deber de protección, que lleva a las autoridades a no desentenderse de lo que acontece en la esfera privada de las relaciones sociales cuando tienen posibilidad de evitar violaciones a la integridad personal;
- y la compleja obligación de garantía, tal y como la ha entendido la Corte Interamericana de Derechos Humanos, esto es, como el “deber del Estado de organizar todo el aparato gubernamental y, en general, todas las estructuras a través de las cuales se manifiesta el ejercicio del poder público, de manera que sean capaces de asegurar jurídicamente el libre y pleno ejercicio de la integridad personal”. Tradicionalmente se divide a la obligación de garantía en la prevención, investigación, sanción y reparación de las violaciones a los derechos humanos.
Pero no quisiera limitarme a enlistar la serie de obligaciones del Estado sobre esta materia, información que pueden ustedes encontrar en muchos tipos de fuentes. En vez de esto, quisiera abordar las obligaciones desde algo mucho más apremiante, que son los obstáculos – las falsas premisas, falsas conclusiones o simplemente resistencias que se han generado para evitar el cumplimiento de esas obligaciones. Son estos obstáculos o esas resistencias, a mi juicio, los que son en buena medida responsables de que a pesar de los grandes esfuerzos que se han realizado a nivel nacional e internacional para que en México se erradique a la tortura, ésta aún prevalezca: la negación de la tortura, la justificación, la teoría del mal menor, la supuesta excepcionalidad de la tortura, su trivialización, los ataques contra el nuevo sistema penal y, finalmente, la aplicación equivocada del Protocolo de Estambul como un trámite formal, burocrático.
La falsa denuncia como negación de la tortura
Así, quisiera empezar con una justificación que he escuchado mucho últimamente en México. Varias autoridades minimizan las cifras de denuncia de la tortura y disminuyen la importancia de investigar los hechos denunciados bajo el argumento de que las personas procesadas por otros delitos “alegan que fueron torturadas como parte de su estrategia de defensa en el proceso penal”.
Lo anterior, en otras palabras, equivale a negar la existencia de la tortura. Retomando al politólogo Thomas Risse y su modelo de espiral de cambio de los derechos humanos, Alejandro Anaya ha mostrado como hace aproximadamente veinte años México comenzó a avanzar en las etapas de este modelo, superando la negación y comenzando a establecer concesiones tácticas sobre muchas áreas de la protección de derechos e incluso llegando a dotar de un estatus prescriptivo a muchas de estas medidas. La negación literal de la tortura en general, aun y cuando no constituya parte del discurso oficial pero sí de una práctica institucional, constituye entonces un franco retroceso en el posicionamiento de México frente a la protección de los derechos humanos.
Hay otra cuestión más que abona a la gravedad de la caracterización de la denuncia de la tortura como mera estrategia de defensa, que es la completa desacreditación de la víctima. Como lo ha dicho la Corte Interamericana, el alegato evidencia una concepción que, por un lado, asume automáticamente que las denuncias por tortura son falsas, contrario al deber de iniciar una investigación de oficio cada vez que se presente una denuncia o haya indicios de su ocurrencia y, por otro lado, muestra un criterio discrecional y discriminatorio con base en la situación procesal de la presunta víctima. Esto último, en pocas palabras, es como si la situación procesal de la persona desacreditara automáticamente su dicho. Esto no debe ser así. Para muchas víctimas de tortura, contar lo sucedido es lo suficientemente difícil y doloroso como para además encontrarse con que la autoridad los califica de mentiroso o mentirosa.
Mediante este argumento de la denuncia de la tortura como estrategia de defensa o medio para obtener beneficios procesales, la autoridad se pone un filtro que puede constituir un obstáculo insuperable para una investigación efectiva de la tortura.
Justificación de la tortura por la situación de la víctima
Otra falsa premisa, tal vez menos explícita pero aún más extendida entre la sociedad, es el que la tortura si acontece pero se justifica debido a la conducta criminal de la persona torturada. En pocas palabras, que si se le torturó es porque se lo merece – la convicción de que, como lo escuché en un país de Europa Oriental, “los policías saben a quién golpear”-. Aquí la tortura no se niega, sino que al contrario se le tolera o incluso le es bienvenida, con una presunción que todos sabemos que los “torturables” son los otros – los pobres, los marginados, los potenciales delincuentes. Y de manera perversa, el hecho de haber sido torturado se convierte en “prueba” de que uno es un delincuente.
Claro, no escucharemos esta justificación en un espacio como éste y será difícil escuchar a alguna autoridad abiertamente decir algo así. Sin embargo, la opinión pública muchas veces no se hace explícita y esto es algo que han revelado encuestas de percepción. Aquí me remito a una encuesta realizada por la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas en 2015, en la que si bien un buen porcentaje de la población denunció a la tortura como una práctica inmoral, aproximadamente una tercera parte la justifica bajo diversas circunstancias, como el que la persona torturada llevara a cabo actividades relacionadas con el narcotráfico.
Si el anterior argumento de negación hacía retroceder a México en la protección de los derechos humanos un par de décadas, este argumento de justificación implica un retroceso de siglos, llevándonos a una época previa a la existencia del Estado de derecho. Cómo bien lo ha dicho la reconocida periodista brasileña Eliane Brum, “llorar a los inocentes es fácil. Lo que nos define como individuos y como sociedad es nuestra capacidad de exigir dignidad y legalidad en el tratamiento de los culpables. El compromiso con el proceso civilizatorio es largo y exige lo mejor de nosotros: respetar la vida de todos. Todo lo que no sea eso es demagogia.”
Esta tolerancia a la tortura debe ser desmontada a través de campañas educativas dirigidas a la población en general, en donde se concientice a las personas sobre la dignidad de todo ser humano, incluido el que está siendo procesado o sancionado por cualquier delito. Asimismo, se debe sensibilizar a la población, y a las autoridades en particular, sobre el principio de prohibición absoluta de la tortura. Sobre esto, si bien es alarmante pero de alguna forma comprensible que buena parte de la población se sienta agraviada y tenga reacciones emocionales que la lleven a justificar la tortura, es inadmisible encontrar este tipo de justificaciones entre las autoridades; éstas son personas que se han comprometido a actuar de conformidad con los límites establecidos en la ley y que, de conformidad con el artículo primero constitucional, tienen la obligación de promover y proteger los derechos humanos. Así, toda autoridad que omita investigar o sancionar la tortura bajo este argumento debe ser ejemplarmente sancionada, a fin de que el gobierno mande un claro mensaje a sus servidores públicos de que la tolerancia de la tortura no será permitida.
La tortura como mal menor
Muy presentes a nivel mundial, por ejemplo en Estados Unidos en el contexto del uso de tortura en Guantánamo, aunque menos en México, son todos aquellos argumentos que justifican la tortura como un “mal menor” frente al potencial daño que puede ser infligido a la población de no ser torturada la persona. Son los famosos argumentos de los “escenarios de la bomba de tiempo”, que buscan poner al destinatario del mensaje bajo un falso dilema ético que lo lleve o la lleve a justificar el empleo de la tortura.
Estos “escenarios de la bomba de tiempo” han sido desmontados a través de pruebas empíricas o bien de contra-argumentos lógicos o deontológicos. Un ejemplo claro es el argumento utilizado por gobiernos de Estados poderosos para justificar la tortura de personas acusadas de terrorismo y la supuesta extracción de información “útil” para la prevención de actos terroristas. Aunque ya había múltiples argumentos que apuntaban a lo falaz de esta posición, el informe elaborado desde el Senado de Estados Unidos de América hace un par de años fue terminante: después del análisis de múltiples casos de personas sujetas a técnicas de interrogatorio que calificarían como tortura, se encontró que ninguna de ellas proporcionó información útil para el combate al terrorismo, producto de esas “sesiones de interrogatorio”. El sustento es claro: el torturado dice lo que el torturador quiere que diga. Entonces, en un proceso de investigación, la tortura produce pistas falsas. Espero que esto lo tengan muy claro las autoridades mexicanas que detienen e interrogan a personas presuntamente ligadas a la delincuencia organizada.
En todo caso, no debe dejar de afirmarse el principio toral frente a todos aquellos argumentos que buscan justificar el empleo de la tortura: la prohibición estricta, completa, incondicional e imperativa de la tortura, tal y como lo establece la recientemente aprobada Ley General. Independientemente de su utilidad (ya desacreditada), la tortura es un acto atroz terminantemente prohibido en el derecho internacional y por consiguiente en el derecho mexicano, por lo que todo acto de tortura, cometido por la razón que sea, debe ser debidamente investigado y sancionado.
La tortura como hecho excepcional
Existen también posiciones que reconocen la existencia de la tortura pero que no le dan la importancia debida, disminuyendo así la intensidad requerida de las medidas encaminadas a erradicarla.
Así, se ha afirmado en múltiples ocasiones que la tortura no es un problema que aqueja a la institucionalidad mexicana, sino que en realidad los actos de tortura constituyen incidentes aislados, producto de la actuación irregular de algunos servidores públicos. Este argumento, tal y como lo ha expuesto Alejandro Anaya, es en realidad una modalidad de la negación, una especie de reconocimiento parcial que es un argumento de “aislamiento espacial”. Pero esto también es una falsa premisa.
No se trata de un debate sobre cifras. Al señalar que la tortura no es un incidente aislado, no se busca abrumar a las autoridades con cifras ni señalamientos vacuos. Lo que se busca es apuntar hacia las prácticas y modelos institucionales que, en el mejor de los casos, son apáticas ante el empleo de la tortura y, en el peor de los casos, alientan su comisión.
Como lo han señalado diversos organismos internacionales, la tortura en México no es producto del actuar de “malos funcionarios”. La tortura en México se comete preponderantemente como una forma de investigación del delito. Una investigación que por cierto, de acuerdo con la investigación del Senado estadounidense y múltiples investigaciones más, produce mucha información falsa. Pero el objetivo aquí ya no es apuntar a la mala calidad de la información obtenida producto de la tortura, sino a los incentivos institucionales que fomentan la obtención de esa información.
Reconocer que la tortura en México ha sido un método de investigación del delito pasa por reconocer que no es producto de incidentes aislados. La tortura se ha reproducido debido a los vicios del sistema de justicia penal mexicano y a la estructura institucional que por décadas los permitieron. A los operadores del sistema de justicia les parecía más fácil recurrir a la tortura y tolerarla, que emprender una investigación seria y profesional para determinar la verdad de los hechos. Es en buena parte debido a esta simulación de la justicia, que México se encuentra frente a una crisis severa de impunidad de los delitos.
En el año pasado, en un evento sobre tortura organizado por la CNDH en Zacatecas, un experto internacional recibió la pregunta: ¿por qué los investigadores en México siguen utilizando la tortura como instrumento de investigación cuando en la gran parte de las democracias occidentales esto ya no es el caso? Su respuesta era muy interesante: atribuyó el uso de la tortura a la falta de capacidad de utilizar métodos modernos, científicos, pero también destacó que en sociedades democráticas, la mayor parte de la información útil para la investigación proviene de la cooperación del público –y que lo que falta en México es la confianza de la ciudadanía para compartir información con los investigadores.
Lo anterior plantea retos tremendos para el Estado mexicano, al dejar ver la dimensión real del problema. México ha dado pasos en el sentido correcto, al encontrarse actualmente en un proceso de reforma radical de su sistema de justicia penal y, más recientemente, de sus instituciones de procuración de justicia. Sin embargo, no es fácil deshacerse de los viejos vicios impregnados en la médula de las instituciones, por lo que no será tarea sencilla la erradicación de la tortura. Pero es una lucha que deben dar, que debemos dar. México no será un país en el que los derechos humanos tengan plena vigencia, hasta en tanto sean los torturadores y no los torturados quienes sean sancionados.
Por otro lado, hay que reconocer que uno de los avances más importantes de la Ley General aprobada por el Congreso de la Unión es la creación de un Registro Nacional de casos de tortura. A través de este registro no solamente se tendrá una mucha mayor claridad sobre la recurrencia de la tortura y los factores espaciales y temporales del fenómeno, sino que también se podrán detectar patrones para un análisis de contexto que sería sumamente útil para la investigación efectiva de la tortura. De igual forma, la Ley obliga a llevar a cabo una encuesta que también podría ser útil para detectar patrones y poder dimensionar la escala real del problema de la tortura en el país.
Trivialización de la tortura
Hay otras posiciones que aminoran el fenómeno de la tortura. Así, hay otras posturas que buscan disimular la gravedad de la tortura, implícitamente reconociendo la ocurrencia de ésta. Así, repetidamente se manifiesta que la persona no fue torturada, sino que sus lesiones (muchas veces claramente visibles) se deben a “maniobras de detención” de la persona tras presuntamente ser sorprendida en flagrancia en la comisión de un delito. Se utiliza esta distorsión o bien otros eufemismos desafortunados para referirse muchas veces a actos que en realidad constituyen tortura, de acuerdo con las definiciones establecidas en las convenciones internacionales sobre la materia y con el tipo penal plasmado en la Ley General recientemente aprobada. Esto, claro, no es privativo de México. La reanimación de la tortura en el escenario global se debe en buena parte a la utilización de eufemismos por parte de las fuerzas de seguridad de países desarrollados, para referirse a actos que en realidad constituyen tortura, como por ejemplo el uso del infamo “waterboarding” y otros métodos de interrogación brutal por los servicios de Estados Unidos en el contexto de la “guerra contra el terrorismo”.
Para enfrentar los problemas hay que empezar por nombrarlos; denominar a la tortura de otras maneras más suaves es no querer ver ni por consiguiente afrontar el problema. No querer nombrar la tortura por lo que es resulta en una evasión y una grave ofensa para la gente que la padece. Por consecuencia, se elude la investigación, incumpliéndose con las obligaciones internacionales contraídas por el Estado mexicano.
La incomprensión de la tortura como violación en el proceso penal
Desde hace aproximadamente tres años, producto del tomarse los derechos en serio, como diría Ronald Dworkin, y particularmente de lo establecido en el artículo primero de la Constitución mexicana, la Suprema Corte de Justicia de la Nación inició una línea jurisprudencial de avanzada en el combate a la tortura. Antes de esto, el papel de los jueces ante la tortura era, si se me permite decirlo, bastante pasivo. Las manifestaciones de personas procesadas ante las autoridades jurisdiccionales no eran tomadas en cuenta y la confesión de la persona se erguía como prueba imbatible en los procesos penales. Para mí, recen llegado de la Europa Oriental, esto me recuerda a Andrei Vyshinsky, el temido procurador del régimen estalinista, quien consideró la confesión como “la corona de las pruebas”.
Esto comenzó a cambiar tras la reforma constitucional de 2011 y el cada vez más relevante papel de las y los jueces en la defensa de los derechos humanos. En este viraje en materia de protección jurisdiccional a los derechos humanos, era natural que la tortura y el papel de los jueces para prevenirla, investigarla, sancionarla y repararla se convirtiera en un tema fundamental en las discusiones de la Suprema Corte. Abriendo brechas mediante resoluciones de avanzada, la Suprema Corte comenzó a establecer lineamientos para, por un lado, regular la obligación de los jueces de denunciar la tortura ante cualquier indicio de su comisión, y por el otro el más complejo trabajo de definir los efectos jurídicos que tiene la tortura en el proceso penal en el que la víctima de tortura es procesada.
Es en ese último rubro en el que el Poder Judicial de la Federación se ha topado con diversos obstáculos y con criterios que de pronto parecen retroceder en lo avanzado. Sin embargo, no cabe duda que esos criterios han contribuido a brindar justicia, y en muchos casos la libertad, a víctimas de tortura que se encontraban injustamente tras las rejas.
Y ha sido también esta línea jurisprudencial la que ha despertado las críticas de voces demagógicas que parecen clamar porque el Estado imparta justicia al margen de la ley. Se dice entonces que los jueces están liberando a criminales sólo por el hecho de denunciar la tortura. El clamor va aún más allá, cuando aun reconociéndose que la persona fue torturada, se acusa al juez de su liberación, por lo que se dice que la tortura no es razón suficiente para liberar a un “delincuente”, particularmente cuando la única prueba de su culpabilidad es que confesó (bajo tortura). Uno de los periodistas más influyentes de este país llama de manera regular a sentenciar los “confesos”. En pocas palabras, que el criminal es criminal aunque haya sido torturado, y debe ser castigado sí o sí.
Detrás de este clamor existen varias falsas asunciones, así como un desconocimiento del proceso penal democrático y guiado por los principios del debido proceso. En este sentido, naturalmente resulta falso que la denuncia de la tortura lleve a la liberación de la persona. En primer lugar, porque tanto en el derecho internacional de los derechos humanos, como en los criterios de la Suprema Corte de Justicia y en lo recientemente plasmado en la Ley General en la materia, se establecen supuestos bajo los cuales se acredita la existencia de la tortura como violación procesal y que evidentemente no resultan procedentes en todo caso de denuncia. Estos criterios aún necesitan ser delineados con mayor detalle por los tribunales federales, pero me atrevo a decir que los casos en los que se acredita la tortura como violación procesal son los menos.
Sí, es cierto que la denuncia de la tortura y el procesamiento judicial de ésta lleva a alargar los procesos, pero esto no se debe a otra cosa sino a la pasividad o falta de voluntad de los jueces de primera instancia de dar efectos a las manifestaciones de la persona procesada sobre maltratos sufridos. Así, en la medida en que los jueces de primera instancia den efectos a las denuncias de tortura, los juicios podrán seguir su cauce natural sin necesidad de estarlos reponiendo.
En segundo lugar, no se terminan de entender los impactos procesales de la tortura. Por respeto al debido proceso y como consecuencia de la prohibición absoluta de la tortura, en el derecho internacional ya está firmemente establecida la obligación de excluir toda prueba obtenida a través de actos de tortura, o bien pruebas derivadas de dichos actos. Jurídicamente, estas pruebas están viciadas y no pueden ser tomadas en cuenta por el o la juzgadora para fincar responsabilidad penal a una persona. Es así como estas pruebas se excluyen – y he aquí la importante aclaración – lo que no implica automáticamente que se decrete la no responsabilidad de la persona procesada, particularmente cuando haya otras pruebas no contaminadas que la incriminen. Es cierto que en México, particularmente la Suprema Corte, ha decretado automáticamente la libertad personal y la liberación de todo tipo de responsabilidad en algunos casos, pero son aquellos que tienen violaciones procesales tan evidentes, incluida la tortura, que simplemente no hay razón jurídica para sostenerlos.
Y así como jurídicamente se justifica la exclusión de las pruebas y en muchos casos la consiguiente no responsabilidad penal, sostenemos que no se trata de una mera ficción jurídica, sino que resulta bastante palpable. Si las pruebas que sostienen la culpabilidad de una persona son desacreditadas, la culpabilidad se derrumba. A falta de pruebas, la persona es inocente.
Sin embargo, en México sigue calando hondo la “presunción de culpabilidad” derivada del anterior sistema de justicia. La sociedad ya tiene una percepción de culpabilidad cuando ve a una persona tras las rejas o simplemente señalada por la comisión de un delito. Pero no, y vuelvo a reiterar que la tortura produce información poco fiable, delitos fabricados, falsos criminales y por consiguiente una apariencia de justicia. La exclusión de pruebas obtenidas bajo tortura no es una regla derivada de la mente de académicos o de redactores de convenciones internacionales; es una regla que constata los efectos nefastos que tiene la tortura en el procedimiento penal.
Es entonces importante que las y los asesores jurídicos de las víctimas, agentes del Ministerio Público y jueces expliquen esto a las víctimas de delitos. Se ha dicho que la tortura produce una doble injusticia: primero y evidentemente hacia la persona que la sufre y que es procesada a raíz de ella; pero también la injusticia para la víctima del delito, que hay un riesgo que no vea ser sancionadas a las personas que verdaderamente cometieron el agravio, sino a chivos expiatorios.
Derivado de lo anterior, los demás poderes del Estado deben jugar un rol más activo en la reivindicación de la labor de las y los jueces en la defensa de los derechos de las personas procesadas y el respeto irrestricto al principio de presunción de inocencia. Las y los jueces muchas veces son el blanco de la rabia y la frustración que las víctimas muchas veces sienten, justificadamente, frente al sistema de justicia. Y resulta particularmente preocupante cuando la autoridad misma es la que señala al juzgador o a los principios constitucionales como los responsables de la impunidad. Sabemos que esto no es así y en este sentido las autoridades de los poderes ejecutivo y legislativo tienen una gran responsabilidad en velar por el respeto al trabajo judicial y a los principios constitucionales que lo sustentan.
Distorsiones del Protocolo de Estambul
Hay otras falsas asunciones o premisas, más particulares. En el ámbito de la investigación de la tortura hay una que ha surgido con mucha potencia en los últimos años en México y que tiene que ver con la difusión de un instrumento que pretendía ser una herramienta de documentación efectiva de la tortura. El Protocolo de Estambul lleva ya más de diez años de estar siendo implementado en México, uno de los países pioneros en la adopción de este instrumento. Sin embargo, a esos años de distancia hoy podemos decir que, de una manera extraña, el Protocolo de Estambul se ha convertido en una víctima de su propio éxito en México.
Así, y a pesar de que aún hay muchas instancias de procuración de justicia en el país que carecen de personal capacitado para aplicar el Protocolo de Estambul, son cada vez más los peritos capacitados en esta materia, particularmente en el ámbito de la Federación. Sin embargo, estos peritos ya no se dan abasto. El exponencial incremento de las investigaciones por tortura es sin duda una razón fundamental de esta incapacidad del Estado para responder a todas las demandas que hay sobre la aplicación de este examen. Además, también es causa de esto último el proceder de las instancias de procuración e incluso de administración de justicia, que solicitan la aplicación de estos estudios como un procedimiento estándar.
Esto es, que con independencia de las características del caso concreto, se solicita la aplicación del estudio basado en el Protocolo de Estambul en todos los casos, con lo que se pretende dar cumplimiento a la obligación de investigar la tortura. No debe sorprendernos, entonces, que peritos de la Procuraduría General de la República estén agendando la aplicación de exámenes a dos o tres años posteriores a la fecha de la solicitud. Esto tendría que ser corregido desde una óptica de estrategia de procuración de justicia, estableciendo los casos en los que debe haber una aplicación del estudio lo más pronta posible, así como aquellos casos que no ameritan la aplicación de otro estudio, ya sea porque hay otros elementos por los cuales se puede demostrar la tortura o bien porque haya otros estudios, practicados por otras instituciones o por particulares, que satisfagan los lineamientos del Protocolo de Estambul.
Pero más preocupante aún es que se conciba al Protocolo de Estambul como un estándar de procedencia de la investigación de la tortura. Se denuncia la tortura, se ordena la aplicación del dictamen basado en el Protocolo de Estambul y, en caso de que derivado de la aplicación de éste se encuentren elementos concordantes con la comisión de la tortura, se inicia propiamente una investigación. Esto me temo que es resultado de un aspecto que trasciende a la tortura y que tiene que ver con las carencias que hay a nivel institucional en México para la investigación de los delitos. La aplicación del estudio basado en el Protocolo de Estambul debe ser simultánea a otras medidas de investigación, que en el caso de la tortura se vuelven aún más acotadas por la característica de invisibilidad de la que hablaba al principio.
Como bien lo señaló el ex-relator especial de las Naciones Unidas para la tortura Juan Méndez tras su visita a México en 2014, se ha distorsionado el sentido del Protocolo de Estambul, concebido ahora como ese estándar de procedencia de la investigación de la tortura. El Protocolo de Estambul, entendido como el dictamen médico-psicológico ahí contenido, no es un instrumento diseñado para descubrir denuncias falsas de tortura, sino una herramienta que complementa otras medidas de investigación de la tortura y que en el mejor de los casos está destinado a encontrar elementos concordantes con la denuncia formulada. Pero hay que tener muy claro que, aún y cuando no se encuentren dichos elementos, esto no supone que la tortura no haya existido.
Las anteriores reflexiones nos llevan a un tema crucial y que a mi juicio constituye uno de los mayores desafíos que tiene el Estado mexicano en el combate a la tortura. ¿Cómo procesar el incremento exponencial de investigaciones por tortura que se han abierto en las procuradurías, particularmente en la PGR, en los últimos años? ¿Cómo procesar las múltiples solicitudes de jueces para la aplicación del Protocolo de Estambul en la denominada “investigación judicial de la tortura”? Pueden alegarse criterios de oportunidad, pero esto podría chocar con la obligación internacional del Estado de investigar de forma diligente cualquier denuncia o indicio de la comisión de tortura. Aquí nos encontramos ante la necesidad de diseñar una política penal en materia de tortura que deberá ser muy cuidadosa al cubrir todos los flancos, pretendiendo ser efectiva al mismo tiempo.
La tortura en otros contextos
Debo hacer la aclaración de que hasta este momento he caracterizado a la tortura en el marco de la actuación de las autoridades en materia de seguridad y justicia. Esto no nos debe llevar a cerrar los ojos y a excluir de todo este análisis otras modalidades bajo las cuales se puede lesionar gravemente el derecho a la integridad personal, como por ejemplo:
- las condiciones inhumanas de internamiento en las que están algunas personas con discapacidad – sobre todo discapacidad intelectual y psicosocial;
- la negación de servicios básicos de salud y atención en emergencias para sectores de la población, producto de la discriminación y la pobreza;
- la violencia obstétrica ejercida contra las mujeres;
- situaciones de maltrato escolar extremo que ocurre ante la pasividad de las autoridades;
- y la misma pasividad de la autoridad frente a las denuncias de violencia doméstica, entre otras violaciones.
Todas ellas constituyen al menos tratos crueles, inhumanos o degradantes e incluso podrían llegar a configurar actos de tortura.
Tampoco se puede pasar por alto en el marco de este análisis de las obligaciones del Estado en materia de tortura, la afectación particular que tiene la tortura en determinados sectores de la población. En estos últimos años, fruto del esfuerzo de organizaciones de la sociedad civil y de las víctimas, se ha visibilizado a la tortura sexual como una modalidad atroz de esta grave violación a los derechos humanos y la manera en que las mujeres están expuestas a este tipo de actos cuando se encuentran en la situación de extrema vulnerabilidad que caracteriza a la dinámica de los actos de tortura. La utilización del cuerpo de la mujer como manifestación del poder machista que caracteriza a la tortura debe ser objeto de una especial atención por parte de las autoridades, por lo que complace ver que dichos actos estén constituidos como agravantes del delito en la nueva Ley General sobre la materia.
De igual forma no podemos olvidar el trato que se le da a las y los migrantes; su situación de extrema vulnerabilidad los coloca como víctimas naturales del poder discrecional de las autoridades. Es urgente poner atención a esta condición, desde el momento en que las y los migrantes tienen el primer contacto con las autoridades, pasando por la privación de la libertad de la que son objeto en las estaciones migratorias y hasta las modalidades en las que son expulsados del país.
Atención a las víctimas – los sobrevivientes
Lo anterior nos lleva a exponer algunas consideraciones sobre las víctimas o, como muchos y muchas prefieren ser denominados, los sobrevivientes de tortura. Estas personas tienen que confrontar lo que víctimas de otras atrocidades se enfrentan día con día: las secuelas no tratadas del daño, la denegación de justicia, el abandono social e institucional, el desgaste del entorno familiar y el desgaste de la economía familiar, entre otras consecuencias de conductas antisociales graves.
Sin embargo, las víctimas de tortura enfrentan retos adicionales. Sobre ellas pesa un estigma tremendo, siendo común el ser señalados y señaladas como delincuentes. La víctima de tortura es el principal exponente del escarnio social con el postulado de que cada quien obtiene lo que se merece.
Por lo anterior, después de que el Estado mexicano ha comenzado a emprender políticas de reparación a víctimas de violaciones a derechos humanos, no han sido pocas las voces que han mostrado indignación por la erogación de recursos destinados a pagar a delincuentes (lo sean en verdad o no). ¿Cómo es posible que después de haber cometido semejantes conductas, todavía se les tenga que pagar?, se preguntan.
Todo agravio a otra persona debe tener por consecuencia una reparación. Tratándose de violaciones graves a los derechos humanos, esta consecuencia tiene connotaciones particulares que han sido desarrolladas en el derecho internacional y adoptadas en México a través de la Ley General de Víctimas. Desde el momento en que un agente del Estado tortura, la responsabilidad de reparar corresponde directamente al Estado. Independientemente de la conducta en la que haya incurrido la víctima, la tortura constituye una afrenta tal a la dignidad humana que el deber de reparación se convierte en una obligación ineludible.
Sin embargo, es claro que la obligación de reparación no queda cubierta con la entrega de una suma de dinero. Para reparar hay que tener claridad sobre lo dañado, y los daños infligidos a través de la tortura son múltiples y profundos. Numerosos testimonios de sobrevivientes dan cuenta de los cambios en su vida derivados de la tortura sufrida. Entonces, es claro que la indemnización no basta y su sola entrega puede llegar a constituir una ofensa para las víctimas y no lleva a reconstruir el entorno social dañado por la tortura.
Por ello, la reparación a las víctimas de tortura debe abarcar el resto de las medidas de reparación establecidas en los estándares nacionales e internacionales, esto es, la restitución, la rehabilitación, la satisfacción y las medidas de no repetición. En materia de tortura, tal y como lo reconoció el Comité contra la Tortura de Naciones Unidas, la rehabilitación juega un papel fundamental: se necesitan crear iniciativas que busquen sanar los daños producidos por la tortura. Y no se debe pasar por alto el desafío que implica atender a las víctimas de esta grave violación, pues la mayoría de ellas se encuentran escondidas, estigmatizadas y, en muchas ocasiones, privadas de su libertad. Es necesario entonces crear programas de atención especializada a estas víctimas, atención que debe brindarse con un enfoque psicosocial.
Obligación de prevenir la tortura
Sé que ya tienen mucho tiempo escuchándome, pero no quisiera terminar sin dedicarle unas cuantas consideraciones a la que considero la obligación más importante y a la vez la más relegada: la obligación de prevenir la tortura.
Los reclamos de impunidad han hecho pasar a la obligación de prevención a un segundo plano, y por más que se diga que la sanción es una medida de prevención fundamental al fomentar la no repetición, queda claro que aquella es una “obligación de gran alcance”, como lo ha establecido el Comité contra la Tortura, y que no se limita a la ejemplaridad de la sanción.
Entre las medidas que comúnmente se comprenden en esta obligación está la capacitación de servidores públicos, la educación a la población sobre la prohibición de la tortura, las garantías judiciales, los registros de detención y la inspección de lugares de privación de la libertad, entre muchas otras. También se considera como medida de prevención la regla de exclusión de las pruebas derivadas de actos de tortura, ya que además de su componente de respeto al debido proceso, el propósito de esta regla consiste en enviar un mensaje contundente a las autoridades del ámbito de la seguridad y la justicia, consistente en que los procesos que lleven ante los tribunales no prosperarán en caso de recurrir a esta práctica nefasta.
En este sentido, resulta muy positivo que en la Ley General que esperemos pronto entre en vigor, se prevean una serie de medidas de prevención. Destaca la regulación del Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura que estará a cargo de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, cuyo trabajo esperamos que se convierta en un detonante para que los poderes ejecutivos lleven a cabo programas de prevención concretos y sustentados en evidencia empírica.
La Ley General también mandata la creación de un Programa Nacional para Prevenir y Sancionar la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes. Esperamos que para la creación de este programa se lleve a cabo una convocatoria amplia con participación incluyente, y que el programa se convierta en una herramienta eficaz de política pública para la erradicación de la tortura.
Otro aspecto sobre el cual se deberá seguir trabajando es el registro homologado de detenciones. Aunque ya ha habido esfuerzos institucionales importantes al respecto, se debe continuar trabajando desde los ámbitos legislativos y con las instituciones de seguridad y de procuración de justicia, para contar con un registro nacional homologado de privación de la libertad que pueda brindarnos información confiable y verificable sobre la detención de personas y que se constituya en una herramienta útil para la detección de irregularidades en el actuar de la autoridad, incluidos los indicios de comisión de actos de tortura.
La prevención es tal vez la obligación que nos fuerza a ser más creativos a fin de encontrar las causas que permiten la comisión de la tortura, para expulsar a ésta de raíz. Debemos poner un mucho mayor esfuerzo en la prevención y forzarnos a plantear respuestas a las preguntas fundamentales en torno a la tortura: ¿Por qué generalmente las víctimas de tortura pertenecen a los sectores más marginados de la población? ¿Por qué las autoridades recurren a la tortura en la investigación del delito? ¿Qué lleva a la sociedad a tener tanta tolerancia a la tortura? Éstas, entre otras tantas preguntas.
Conclusión
Estamos en un momento crucial. La adopción de una Ley General contra la tortura es resultado en buena medida de demandas sociales y de recomendaciones formuladas por organismos internacionales. Sin embargo, como bien ha dicho Jesús Silva-Herzog Márquez, celebrar la emisión de una ley no es celebrar un triunfo, sino una apuesta.
Aún falta la tarea ardua de atacar todas las condiciones que posibilitan la existencia de la tortura en México.
Aún falta la articulación de esta nueva legislación con los importantísimos procesos que se están llevando para la implementación del sistema de justicia penal acusatorio y para la reforma a las instituciones de procuración de justicia.
Y sobre todo aún falta lanzar un mensaje, un mensaje que haga eco en todos los ámbitos del Estado, un mensaje que deje en claro que la tortura no será tolerada, un mensaje que lleve a contribuir al respeto a la dignidad de toda persona, sea cual sea su condición.
Gracias por su atención.
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Fin