Declaración inicial de la conferencia de prensa- Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet

9 de diciembre de 2020

El 2020 es un año que ninguno de nosotros olvidará jamás. Un año terrible y devastador que ha marcado a muchos de nosotros de muchas maneras.

Al menos 67 millones de personas infectadas, y 1,6 millones de muertos, en una pandemia que está lejos de haber terminado.

Un impacto devastador en la economía de los países y en el empleo, en los ingresos, la educación, la salud y el suministro de alimentos para cientos de millones de personas.

Un enorme retroceso en el desarrollo, en los esfuerzos por aliviar la pobreza y en la mejora de la situación de las mujeres y las niñas.

El año 2020 ha pasado factura no sólo a todas las regiones y prácticamente a todos los países, sino también a todos los derechos humanos, ya sean económicos, sociales, culturales, civiles o políticos. La COVID-19 se ha cebado en las fisuras y fragilidades de nuestras sociedades, exponiendo todos nuestros fracasos a la hora de invertir en la construcción de sociedades justas y equitativas. Ha mostrado la debilidad de sistemas que no han logrado dar centralidad a la defensa de los derechos humanos.

En las últimas semanas se han producido avances extraordinarios en el desarrollo de la vacuna. Esto es fruto del ingenio y la determinación de las personas en un momento de crisis. Pero las vacunas por sí solas no pueden resolver la pandemia, o curar el daño que ha causado.

Los Estados no sólo tienen que distribuir estas vacunas equitativamente en todo el mundo, sino que también tienen que reconstruir la economía, reparar el daño causado por la pandemia y abordar las lagunas que ésta ha expuesto.

Nos enfrentamos a tres futuros posibles muy diferentes:

  • Podemos salir de esta crisis en un estado aún peor que cuando comenzó, y estar aún menos preparados para la próxima conmoción de nuestras sociedades.
  • Podemos luchar poderosamente para volver a la normalidad, pero la normalidad es lo que nos ha llevado a donde estamos hoy.
  • O podemos recuperar mejor.

Se espera que las vacunas médicas que se están desarrollando nos liberen eventualmente de la COVID-19, aunque aún faltan algunos meses para ello. Pero no prevendrán ni curarán los estragos socioeconómicos resultado de la pandemia y que han ayudado a su propagación.

Pero hay una vacuna para el hambre, la pobreza, la desigualdad y posiblemente – si se toma en serio – para el cambio climático, así como para muchos de los otros males que enfrenta la humanidad.

Es una vacuna que desarrollamos a raíz de anteriores crisis mundiales masivas, incluidas las pandemias, las crisis financieras y las dos guerras mundiales.

El nombre de esa vacuna es “derechos humanos”. Sus ingredientes principales están incluidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, cuyo 72 aniversario celebramos mañana, en el Día de los Derechos Humanos. La Declaración Universal es aplicable gracias a las obligaciones que prácticamente todos los Estados han asumido al ratificar uno o ambos Pactos Internacionales que abarcan las cinco esferas de los derechos humanos.

La Declaración Universal también dio origen a otros importantes tratados internacionales que protegen los derechos de grupos específicos como los niños, las mujeres, las personas con discapacidad y los trabajadores migrantes; y otros que tienen por objeto hacer frente a las formas de discriminación que conducen a mayor desigualdad, pobreza y falta de desarrollo y que han alimentado y fertilizado la devastación socioeconómica causada por la COVID-19.

La COVID-19 ha puesto de relieve nuestra incapacidad de defender esos derechos, no sólo porque no pudimos, sino porque no lo hicimos o decidimos no hacerlo.

La incapacidad de muchos países para invertir suficientemente en la atención sanitaria universal y primaria, de conformidad con el derecho a la salud, ha quedado expuesta como algo extremadamente miope. Estas medidas preventivas vitales son costosas, pero no hay nada tan costoso como no invertir en ellas.

Muchos gobiernos no actuaron con la rapidez o la decisión suficientes para detener la propagación de la COVID-19. Otros se negaron a tomarla en serio, o no fueron totalmente transparentes sobre su propagación.

Sorprendentemente, incluso hoy en día, algunos líderes políticos siguen restando importancia a su impacto, menospreciando el uso de medidas simples como el uso de mascarillas y evitando las grandes reuniones. Incluso algunas figuras políticas siguen hablando casualmente de “inmunidad de la manada”, como si la pérdida de cientos de miles de vidas fuera un costo que se puede soportar fácilmente en aras del bien común. Politizar una pandemia de esta manera va más allá de la irresponsabilidad, es algo totalmente reprochable.

Peor aún, en lugar de unirnos, la respuesta a la pandemia ha llevado en algunos lugares a una mayor división. Se han descartado las pruebas y procesos científicos, y se han sembrado teorías de la conspiración y de desinformación y se ha permitido – o alentado – que prosperen.

Estas acciones han clavado un cuchillo en el corazón del bien más preciado, la confianza. Confianza entre naciones, y confianza dentro de las naciones. Confianza en el gobierno, confianza en los datos científicos, confianza en las vacunas, confianza en el futuro. Si queremos lograr un mundo mejor tras esta calamidad, como sin duda hicieron nuestros antepasados tras la Segunda Guerra Mundial, tenemos que reconstruir esa confianza entre nosotros.

Ha sido chocante, pero lamentablemente no sorprendente, ver el desproporcionado número de víctimas de la COVID-19 entre los individuos y grupos marginados y discriminados, en particular las personas de ascendencia africana, las que pertenecen a minorías étnicas, nacionales o religiosas, y los pueblos indígenas. Así ha ocurrido en algunos de los países más ricos del mundo, donde la tasa de mortalidad de algunas minorías raciales y étnicas ha sido hasta tres veces superior a la de la población en general.

Cuando la COVID-19 golpeó, los miembros de los grupos discriminados y los pueblos indígenas fueron sobreexpuestos al contagio debido a su trabajo mal pagado y precario en determinadas industrias. Muchas de las personas que de repente empezamos a reconocer y a referirnos como esenciales – trabajadores de la salud, limpiadores, trabajadores del transporte, empleados de tiendas – provienen de tales minorías.

También estaban desprotegidos debido al acceso limitado a la atención de la salud y a las protecciones sociales, como la licencia por enfermedad, el desempleo o el pago de un permiso. Una vez infectados, tenían menos posibilidades de aislarse, debido a las condiciones de vida inadecuadas, el acceso limitado a los servicios sanitarios y la imposibilidad de trabajar desde casa. Esto significaba que el virus podía propagarse mucho más fácilmente dentro de sus comunidades, y desde esas comunidades hacia la sociedad en general.

En los últimos 11 meses, los pobres se han empobrecido y los que sufren discriminación sistémica han sido los más perjudicados.

Los niños de hogares sin acceso o con restringida conectividad a Internet o con equipos informáticos limitados o inexistentes se han retrasado en su educación, o la han abandonado por completo, y las niñas se han visto especialmente afectadas. Con respecto a la seguridad económica básica, el empleo, la educación, la vivienda y la alimentación, la pandemia está teniendo un impacto negativo tan vasto y de tan amplio alcance que nos resulta casi imposible comprender su enormidad.

Si se hubieran establecido protecciones sociales y económicas adecuadas para una proporción mucho mayor de la población mundial, en los países pobres y en los ricos -si hubiéramos aplicado la vacuna de los derechos humanos- no estaríamos en tan mala situación como lo estamos hoy. La COVID-19 ha demostrado muy claramente que las desigualdades y la discriminación no sólo perjudican a las personas directamente afectadas, e injustamente impactadas, sino que crean ondas de choque que se propagan por toda la sociedad.

Esto se demostró de manera gráfica cuando el coronavirus se abrió paso a través de instituciones escandalosamente mal preparadas y mal equipadas, como los hogares de ancianos y personas con discapacidad, orfanatos, centros de migrantes y prisiones. Un ejemplo claro de la necesidad de tener instituciones mejor reguladas y una mayor variedad de alternativas al encarcelamiento.

Los que eran más esenciales para salvar vidas estaban inexcusablemente en peligro, con escasez de mascarillas y ropa protectora a medida que la pandemia se extendía por los pabellones. Los trabajadores de la salud constituyen sólo entre el 2 y el 3% de la población nacional y, sin embargo, representan alrededor del 14% de los casos de la COVID-19 notificados a la OMS.

Las repercusiones en las mujeres han sido particularmente devastadoras. Debido al horrendo aumento de la violencia doméstica en todo el mundo, y a que una gran proporción de mujeres trabaja en el sector informal y en la atención de la salud. Y porque a muchas no les quedó más remedio que retirarse del mercado de trabajo para ocuparse de los niños que ya no pueden ir a la escuela, y de las personas mayores y los enfermos. En algunas zonas, los derechos de la mujer corren el riesgo de sufrir un retroceso de decenios, incluso con respecto a un acceso más limitado a los derechos sexuales y reproductivos.

Si queremos recuperar mejor, las mujeres tendrán que desempeñar un papel mucho más importante en la toma de decisiones y el establecimiento de prioridades. No es una coincidencia que en un mundo en el que tan pocos países tienen mujeres líderes, varios de los países que se considera que han manejado la pandemia de manera más efectiva sean liderados por mujeres.

La discriminación es otro de los aspectos que definirán a 2020, debido a la injusticia racial y la brutalidad policial que se pusieron claramente de manifiesto con el asesinato de George Floyd y las protestas mundiales que generó. En muchos países, vimos una creciente toma de conciencia de la persistente injusticia racial y del racismo sistémico, y de la exigencia de implementar cambios estructurales de gran alcance.

En los países en conflicto, la COVID-19 ha añadido una capa adicional a las ya polifacéticas calamidades de derechos humanos. En Yemen, una tormenta perfecta de cinco años de conflicto y violaciones, enfermedades, bloqueos y escasez de fondos humanitarios, en un contexto de pobreza, mala gobernanza y falta de desarrollo, está empujando al país hacia una hambruna a gran escala. No han faltado advertencias sobre lo que sucederá en Yemen en los próximos meses, pero un mundo distraído está haciendo poco para prevenir este desastre tan evitable.

Los derechos a la libre expresión, a reunirse y a participar en la vida pública se han visto afectados durante la pandemia. No por las restricciones de movimiento justificadas para limitar la propagación de la COVID-19, sino por las acciones de algunos gobiernos que se han aprovechado de la situación para acabar con la disidencia política y las críticas, incluso deteniendo a actores de la sociedad civil y a periodistas. Algunos también parecen haber utilizado los temores y restricciones de la COVID-19 como una forma de inclinar las elecciones a favor del partido gobernante.

La contribución de la sociedad civil a la superación de la pandemia y a la posterior recuperación una vez que ésta haya terminado será absolutamente vital, y las restricciones a la sociedad civil socavarán esa recuperación.

La pandemia nos ha dejado expuestos, vulnerables y debilitados. Sin embargo, en su devastación, también ha proporcionado una clara visión de cómo podemos convertir el desastre en una oportunidad para reajustar nuestras prioridades y mejorar nuestras perspectivas de un futuro mejor.

Incluso con recursos limitados, el principal ingrediente que necesitamos para construir ese futuro es la voluntad política. La voluntad de poner nuestro dinero donde más se necesita, no donde se quiere, sino donde se necesita. La voluntad de luchar contra la corrupción, porque en muchos países, incluso en los más pobres, hay más dinero disponible, pero se pierde cuando va directamente a los bolsillos de unos pocos. Tenemos que abordar la desigualdad, incluso con reformas fiscales que podrían ayudar a financiar importantes mejoras socioeconómicas.

Del mismo modo, los países más ricos deben ayudar a los países más pobres a superar esta crisis y a recuperar mejor. Reparar el sistema deshilachado del multilateralismo será esencial para gestionar la recuperación. La labor debe comenzar en casa, pero los dirigentes de los países poderosos deben reconocer una vez más que, más que nunca, nuestro mundo sólo puede hacer frente a los desafíos mundiales mediante la cooperación mundial.

Las respuestas nacionalistas simplistas simplemente socavarán la recuperación colectiva. La primera prueba de esto será nuestra capacidad de asegurar que las nuevas vacunas y herramientas de la COVID-19 lleguen a todos los que las necesitan. La pandemia ha puesto de manifiesto una y otra vez que nadie está seguro hasta que todos lo estén.

¿Aprovecharemos este momento para idear maneras de recuperar mejor? ¿Aplicaremos adecuadamente la vacuna de los derechos humanos que puede ayudarnos a construir sociedades más resistentes, prósperas e inclusivas? ¿Tomaremos las medidas necesarias inmediatas para combatir la mayor amenaza existencial de todas, el cambio climático?

Esperemos que así sea. Porque si no lo hacemos, especialmente en lo que respecta al cambio climático, el año 2020 será simplemente el primer paso en el camino hacia una mayor calamidad.

Hemos sido advertidos.

Fin